27 junio 2008

Los Lapachos!

de Mamerto Menapace, en "Madera Verde"
Para los hombres del sur, el lapacho, es imagen de la dureza y resistencia. Con su madera se fabrica aquello que debe soportar la intemperie y los atropellos y la fuerza animal. Las mejores tranqueras son del lapacho, lo mismo que los bretes y las mangas.
Pero el hombre del sur conoce de este árbol solo su madera. Es decir, lo ha visto despojado de toda su realidad natal, desnudo en su escueto servicio. Para el que no conoce el lapacho mas que en su misión, su principal cualidad es la resistencia y la dureza de su madera que no se pudre.
Y sin embargo, no hay cosa mas tierna que el lapacho, cuando se lo va a encontrar entre los montones misioneros. Es un árbol esbelto, femenino en su talla. De hojas suaves y luminosas, que el viento mueve casi sacándoles un gesto humano. Su copa se abre allá arriba como un rostro, sobre un tronco sin desperdicio y sin espinas.
Y en setiembre, el lapacho es una niña quinceañera. Antes de recuperar sus hojas, se viste todo de rosado en un reventón de flores que regala en abundancia, embelleciendo la geografía que lo acoge. Es el centinela de los montones, que descubre antes que los demás la llegada de la primavera. Lo que el jacarandá es en azul, el lapacho lo es en sonrojo. El invierno lo despoja de sus hojas pero, antes de volver a vestirlo, la primavera le regala toda la ternura que solo la selva virginal puede entregar a sus criaturas.
Es un árbol que crece lento. No tiene apuros. Sabe esperar en la fidelidad de sus ciclos, viviéndolos uno a uno con intensidad, tanto en sus desnudeces invernales como en sus derroches de vida. Su madera se va haciendo lentamente. Por eso logra ser tan resistente. No necesita ser descortezado como el quebracho. Su resistencia le llega hasta la piel. Cuando se entrega, se entrega entero.
Cuando los antiguos misioneros jesuitas construían sus Iglesias monumentales, iban a los montes y arrancaban los lapachos con sus raíces enteras, transportándolos con su terrón de tierra colorada adherido a ellas. Y así los volvían a plantar en el suelo, constituyéndolos en columnas que sostendrían toda la estructura del edificio. Las paredes eran de esa misma tierra colorada, apisonada en un encofrado de madera que luego se retiraba. Toda la resistencia del edificio, que aguantó siglos, se fiaba a las columnas.
Por supuesto, para esta misión había que despojarlo de sus ramas. Pero eso le sucede a todo árbol que tiene que cumplir una misión distinta de la de ser simplemente planta. En San Ignacio Guazú y en muchos otros lugares de la tierra guaraní, donde estuvieran antiguas y hermosas Iglesias, hoy solo quedan en pie partes de esos troncos de taye, trozos de columnas aún clavadas junto a montículos de tierra colorada que constituían las paredes. Su madera no se pudre. Poco a poco va saltando en astillas que regresan a la tierra madre, uniéndose al humus fértil que alimenta la vida nueva que nace a sus pies.
Vocación tierna de árbol, con misión resistente de columna, el lapacho es imagen del alma de los curas. También ellos son hombres, sacados de entre los hombres, para ser puestos al servicio de los hombres en todo lo que a Dios se refiere. Para ello el cura-hombre tiene que desprenderse de su follaje, pero no de sus raíces. Tiene que traer consigo su imaguaré, como se nombra en guaraní al pasado en cuanto realidad de antes que aún perdura viviente.

Alerta vigía de setiembre,
ternura de fiesta quinceañera,
se estrella el invierno entre tus flores
cubriendo de rosa las veredas.

Mil soles te dieron fortaleza,
mil noches te dieron su frescura;
es tuyo el misterio de las selvas,
del viento y del indio en su espesura.

Tenés corazón que no se pudre,
lapacho de flores sonrosadas,
pudor virginal que se arrebola
guardando tu sabia acumulada.

Son parcas las ramas de tus gestos,
que solo en la copa se te ensancha,
dejando que el tronco surja recto,
igual como surge la confianza.

Tayé te llamaron los antiguos,
y el nombre por gracia ha perdurado,
volviendo a endulzarlo el camoatí
que busca la miel entre tus labios.

Imagen del alma de los curas
-rara conjunción de tierra y gracia-
columna sacada de los montes
y luego de pie crucificada.

Sacado con todas tus raíces
trajiste contigo tu pasado
bravo imaguaré de los antiguos
retá con color de sangre y barro.

Hoy queda de pie sobre las ruinas
cual mudo testigo del pasado
e invitas a todos los que llegan
a ver, a pensar y dar la mano.